sábado, julio 21, 2007

El Puente del Diablo de San Gotardo (Turner)





Abridme la muerte, si es que se apagan
las luces de este otoño antiguo.
Si cansada, no llego a ser el ojo
que ladra ante la puerta del infierno.
Si se me llena el alma de calderilla
y no puedo comprar más que finales,
que apenas sobreviven al negro silencio
que existe más allá de los abismos.

Abridme la muerte, si es que no puedo,
noblemente decirle adiós a la vida.
Si es que el ocaso, como una mancha impura
bajo las sábanas de un orfelinato,
se reproduce entre mis vertebras.
Si debajo de mi lengua, sólo siento
que los besos que he dado, que el amor,
es como un aguijón de avispa.

Abridme el alma y la muerte,
si es que, algún día, no huyo de los rostros
que amanecen devorados por el acero del odio.

Abridme en dos y cortar el puente
y exponed mis vísceras al sol,
desecad mi piel, si es que, de repente,
no se congela el corazón, cuando los buitres,
rezan entre los huesos del hambre,
cuando el más miserable y pobre de los hombres,
no suba hasta mis ojos y los llene
de navajas líquidas.

Cuando no sienta el temblor de la sangre
y escriba con los pies enterrados
en la tierra de los dioses.
Cuando bendiga el exterminio de las aguas
y no aparezca en mis manos la sed de los lirios.

Abridme el calor y la luz y expulsadme
de la carne que aún me quede
entre el violáceo centro de mi muerte.

domingo, julio 01, 2007

Guerrit dou ( Escola Nocturna)




Miradla. Y sentid como en la sombra,
recorre la luz y bebe y derriba las copas
que contienen su espíritu.

Miradla. Y que ella os muestre el arpón
de su vasta soledad de niña sobre su lomo,
mientras en los espejos, una anciana
recuesta su muerte y la viste de memoria.

Sabe todo del sueño, de la vida.
Sabe y gobierna sus manos que son antiguas
y las murallas heladas que circundan su pecho.
Sabe y es más noble por saber y entregarse
a la vida sin rendir su corazón a la locura.

A veces, recuerda la lucidez y milagrosamente,
se aventura por las calles y atraviesa los gritos
y cubierta de polvo desea volver a ver ponerse el sol,
desea cambiar su piel por un poco de pan blanco
que alimente su alma, desea desenterrar a los caballos,
o levantar los visillos y quedarse ciega de luz, de luz
y grandeza.

A veces, sentada sobre la vela, a punto de convertirse
en fuego, toma una piedra y la envuelve en sedas
y cubre los pies con láminas de níquel, de algas,
de imperdibles ardiendo, de exvotos que ya han tocado
la cintura de los muertos.

Y pasa sin norte y sin sur, amontonada
en las brújulas que yacen en el fondo del mar,
Y se abrocha el cuello con las lámparas devotas,
y se entrega al sacro resplandor de las bóvedas.

Quizá nunca sus pasos contemplen la rosada garganta de Petra,
quizá no vuelque sus ojos en la linfa de Taormina,
ni estalle a la leve sombra de los arcos de la Piazza.

Pero miradla, ella es la oración a la medianoche,
en los labios de los monjes negros de Durham,

La pasión derramada en la copa de vino.