Hoy quiero dar las gracias por todo lo aprendido.
He aprendido que una mano en el hombro no es más que un gesto.
Que no hay espacio más carnicero que aquel que destruyeel blanco pañuelo de una niña.
Que una mujer puede ser durante mucho tiempo la loca de la casa,
la razón del gesto y que puede llorar durante muchos años,
ingenuamente,el plomizo tamaño de unas manos y seguir esperando
durante otros tantos años a que esas manos se hagan tibias, fieles
y dejen de alimentar la angustia,
la falsedad, el cansancio.
Pero hay manos tuberculosas que nunca curan.
He aprendido de todos los que una vez santificaron mi cansancio,
poniendo el dudoso lastre de su propio teatro a mi disposición
y que vertieron con arrogante indiferencia
su universo de palabras altivas sobre las esquinas
de mis horas.
He aprendido que beber de manantiales prohibidos puede llevarte a ser
una mujer marcada y es indiferente que haya sido por justa venganza,
o por que el espejo te condujo a casas con ventanas azules
o por que el silencio y el tiempo miró tu piel
y en el frío eterno de la noche, quisiste saber
si aún tu cintura y tu alma existían.
Y me fue concedido el placer de gozar de otros ojos, de otras manos,
como una recién nacida que llora grave su alimento diario
y por ello, fui lapidada por hombres con idiomas distintos al mío.
He aprendido que no hay suficiente universo para esconder la memoria.
Que es mejor morir en una celda que vivir gobernada por las máscaras.
Que las palabras pueden asesinar la risa.
Que los espíritus nobles tienen la cara cubierta
con un velo de muerte.
He aprendido del domador de palabras que cree vencer a la montaña
y que sólo puede mancharla con su tinta y no comprende
que no hay forma de quitarse de las ropas este horrible olor
a matadero.
Y sin embargo, entre tanta resistencia y a pesar de todos, aún soy capaz
de abrir los ojos e iluminarlos al divisar la entrada lenta y fabulosa
de un tren de cercanías, haya en el extrarradio.
Y aún y hasta no sé qué tiempo y sin vosotros, soy capaz de llorar
sin descanso y sin vergüenza por mi vida y por las vuestras.
Por la visión descarnada de un niño muerto sobre una dura tabla de acero.
Por el violáceo amanecer de todos los días.
O por el miedo a volverme ciega.